Cervantes aguas mil

Vuelve abril con la siempre nueva luz de la primavera, atravesando el follaje recién estrenado de los árboles verdes y, es verdad, decía Beethoven que nada hay más hermoso. Vuelven las lecturas públicas del Quijote, pero no sé si por un ansia de belleza. ¿Qué diría Cervantes? Tal vez retiraría su nombre del premio que, con tanto descaro, España entrega mientras su lengua, la también llamada “lengua de Cervantes”, es empobrecida en las aulas, ignorada en los consejos de ministros y maltratada por los nacionalistas, que la expulsan de las aulas como a pupilos rebeldes.

Escribía Cervantes que “si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar”. Leo esta frase una y otra vez, sería un andar las voluntades confusas, qué elegancia calculada, qué ironía y, a la vez, qué amabilidad. Casi todo el mundo conoce a alguien a quien le permite la burla, la ironía, porque sabe que no es con mala fe. Ser un poco socarrón durante cuatrocientos años no lo consigue más que un genio, un artista, y esa cabeza privilegiada utilizó la lengua española.
Cervantes no hubiera imaginado que después de que su Quijote saliera a la aventura por todo el planeta tierra, en España sea poco más que la excusa para hacerse la foto, mientras el ingenioso hidalgo coge polvo en las estanterías.

No creo que el Quijote sea obra para leer íntegramente en las escuelas, pero sí creo que cualquier español de a pie que cursa un bachillerato debería tener un curso obligatorio de lengua y literatura de nuestros clásicos, en que se le enseñaran las claves necesarias para acercarse, por ejemplo, al mundo cervantino. Y, por supuesto, se podrían leer alguna de sus novelas ejemplares y los primeros capítulos del Quijote; no es tan difícil saber a qué hay que obligar y que es lo que, simplemente, hay que sugerir. Y lo mismo digo de Calderón, Lope, Góngora, Quevedo, Tirso de Molina y un largo etcétera.

Los cuento y sigo: como profesor de secundaria me da vergüenza que nuestros documentos oficiales se hayan llenado de un vocabulario absurdo, de un terminología pedagógica ridícula, un lenguaje inventado sin enjundia, que tiene la jactancia de creerse que hasta ahora nadie sabía enseñar. Eso sí: el ordenador parece ser la piedra filosofal del conocimiento, mientras el vocabulario adelgaza y los alumnos tienen como lecturas obligatorias superventas o folletines de adolescentes.

La belleza no nos confunde, no es el caso. España se guía por la vulgaridad, para casi todo. Las comunidades autónomas se han calado sus respectivas boinas, barretinas y cachirulos. Ninguna ha hecho una pública apuesta, incluyo a Navarra, por el aprendizaje minucioso y riguroso de la lengua que nos da cohexión como país y nos permite tender lazos con muchos millones de hablantes allende la mar. La boina no tiene la culpa, sino la cabeza. Mi abuelo se quitaba la boina al entrar en la iglesia. Hemos aprendido poco de nuestros mayores.

Javier Horno.

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