Es de agradecer la claridad de D. Jerónimo en su editorial sobre la violencia. Y es que, quizás, la urbanidad y el respeto no esté de moda en una parte de la ciudadanía, a pesar de que el mal gusto, la mala educación, acaba con la paz y la felicidad de quien lo ejercita. Estamos ante la locura política de entender que la violencia es un problema de pactos; cuando lo es de educación y autoridad. El sentido común acaba desdibujándose cuando, de forma consciente o por puro hábito de imitación o tolerancia mal entendida, el ciudadano no vive el respeto al otro y acaba en una ignorancia supina sobre el recto comportamiento. Una buena decisión abrir escuelas para adultos analfabetos urbanos. La ira es fuente de todo tipo de males. Gregorio el Magno decía que hace perder la sabiduría a la hora de la acción, dificulta el trato con los demás, rompe la concordia y hace que se obscurezca la luz de la verdad. Situación habitual, en autobuses, metros, salas espectáculos, etc.: la indiferencia y paciente aceptación, por parte de policía, conductores, pasajeros, asistentes, ante todo tipo de escándalos, malas palabras e incluso blasfemias, que vomitan adultos, adolescente y niños. Producto de la ira o simplemente de increíble zafiedad y mal gusto. Producen turbulencias físicas y verbales que, al parecer, hay que aguantar en una sociedad libertaria; (si bien, a la vez, hay que reconocer la diligencia y extremado rigor que se aplica -por ejemplo- al viajero sin recursos que osa ir sin billete: sin consideraciones, se le deja tirado en andén o estación más próxima). Modalidad de indiferencia, o de cobardía, que distingue a la actual era de desarrollo tecnológico. El buen gusto y normas de orden público de obligado cumplimiento, parecen puramente decorativas: mañana, serán unos violentos incontrolables En esta singular democracia europea del libertinaje, la ley, por pura pasividad de los obligados a cumplirla y hacerla cumplir, se relaja en claro perjuicio del orden público y del respeto debido a la gente de bien. Se amarga la convivencia pacífica. En particular la violencia verbal de la blasfemia, como hábito consentido, está ahí. Ofendiendo impune y gravemente, en tema tan delicado como la conciencia moral y religiosa del creyente. Es fácil rasgarse hipócritamente las vestiduras, cuando un practicante fundamentalista, al que habitualmente se ridiculiza, ataca u ofende en algún aspecto de su fe, reacciona, tomando medidas terroristas. Pero la causa remota y la responsabilidad será también de la autoridad y del ciudadano 3normal2 mientras, unos y otros, se abstengan de reconocer que la pasividad, ante ofensa religiosa, o de cualquier otro tipo, es una nueva cooperación con el mal y que, así, se genera la violencia.