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Las mujeres, que hacen bien en defender sus derechos -como cualquier persona-, también pueden ser brujas peligrosas.
Mi bruja preferida es Christine Lagarde, presidenta del Fondo Monetario Internacional. Su pócima magistral es bajar el salario a todo el mundo, menos a los banqueros, y ajustar el cinturón en el cuello de los trabajadores, en vez de fusilar a los corruptos, especuladores y trepas que han provocado esta crisis.
No creo que a madame Lagarde, de ser española, le preocupara mucho la Ley Gallardón, ni creo que vaya a manifestarse por la igualdad salarial. Veo difícil que su maridín le ponga la mano encima o que la amenace o la presione sicológicamente. Tampoco la imagino gritando con sus pechos al aire “nadie legisla sobre mi cuerpo”. Más bien es ella la que legisla sobre nuestra dieta mediterránea y nos mantiene en forma.
Pero también veo complicado zumbarle a una teniente del ejército de tierra, a una sargento de la Guardia Civil, o a una boxeadora. Es decir, las hay guerreras, las hay princesas, las hay madres, las hay corruptas, las hay jueces, las hay ministras, las hay santas y las hay putas. Haberlas haylas de toda clase y condición, como sus compañeros los hombres. Además creo que todas las personas tienen -algunas rayando lo patológico- distintas personalidades en conflicto, y todos tenemos un monstruo y un héroe conviviendo en nuestro corazón.
¿Por qué damos por sentado que una madre va a ejercer la custodia de sus hijos menores de edad mejor que el padre? ¿Por qué creemos que los hombres pueden defenderse mejor que las mujeres ante el acoso o el maltrato? ¿Quién pone la mano en el fuego por la imparcialidad de los tribunales de justicia o de los servicios sociales en estos casos? ¿No es la alarma social en un subterfugio para escurrir el bulto en vez de emplearse a fondo en investigar cada caso?
A mi me remueve la bilis cuando me incluyen en una categoría manipuladora como “el hombre”. Que me juzguen por mi sexo me revienta, pero que encima lo hagan atribuyéndome las obras de otros es el colmo. Así que deduzco que a cualquier mujer debería ocurrirle lo mismo cuando la incluyen en un colectivo tan amorfo como “la mujer”.
La discriminación, aunque sea positiva, incide en el error de pensar que el sexo es determinante en la persona. No lo es el color de la piel, ni el estatus social, ni siquiera la educación formal, la religión, la cultura, la edad, la salud, o la orientación sexual.
La discriminación incide en el prejuicio. Por eso, en una sociedad que dice luchar por la igualdad de derechos de sus ciudadanos y a la vez mantiene entre ellos diferencias cada vez más grandes, todos los días son 8 de marzo. Para cualquier ciudadano o ciudadana.
* Publicado en La Tribuna del País Vasco