Este es el número de hogares españoles con todos sus miembros en paro, según la última Encuesta de Población Activa. Un millón setecientas veintiocho mil cuatrocientas casas en las que no entra nómina alguna.
Mientras aumenta el número, las administraciones públicas elevan los requisitos para el acceso a prestaciones y ayudas sociales al tiempo que reducen estas. Las entidades no gubernamentales, comedores sociales, etc. destinan todos sus recursos -incluso los que no tienen- a cubrir las necesidades primordiales de sus beneficiarios.
Y en medio la familia. Esas «pequeñas ONGs» anónimas con escaso eco en los medios porque carecen de C.I.F., de las que no tenemos cifras sobre lo que sus miembros dedican a ayudarse unos a otros porque no llevan contabilidad. Esas instituciones naturales -quizá por eso no les demos la importancia que se merecen- a las que, sin burocracia ni requisitos administrativos -quizá por eso no tengamos datos oficiales-, pueden recurrir sus componentes cuando vienen mal dadas. Esas «estructuras» que en tiempos de crisis mantienen la cohesión social y la suya propia, que constituyen la sociedad más básica y donde se aprende la solidaridad, la generosidad, el respeto por el otro, el sacrificio, el servicio a los demás,… el amor, en definitiva. En la familia -en cada una- se podrían encontrar todas las virtudes y valores que deben adornar a la buena persona y buen ciudadano.
Pero, ¿qué hemos hecho hasta ahora, qué hacemos y qué haremos para que las familias puedan seguir cumpliendo las funciones que de forma natural les competen? Cabría un elenco amplio de propuestas, desde las aplicables al ámbito de cada uno hasta las que correspondería desarrollar a los poderes públicos. No es cuestión de enunciarlas ahora. Pero si es ocasión de reconocer el papel básico y fundamental que juegan las familias y de empezar a pensar no sólo lo que las familias pueden hacer por la sociedad sino también lo que nosotros como sociedad podemos hacer por la familia.