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Fueron las mujeres las que más te acompañaron, Señor, y las que más se interesaron por ti. Nos cuenta tu evangelio que te seguía mucho pueblo y muchas mujeres llorando (Lc 23, 27). Tú te volviste y les dijiste: No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos porque vendrán tiempos muy difíciles. Te referías a los hijos de todos los tiempos, de todas las generaciones, también a nosotros. No querías que las lágrimas nublaran nuestros ojos sino que estuviéramos atentos y nos enteráramos del tiempo de tu visitación para que nos viéramos libres del gran pecado que es no reconocerte.
Señor, yo no me he podido despedir de mi marido que ha muerto entubado ni de mi mujer ni de mi madre ni de mi hija ni de mi mejor amigo. Han muerto apestados como leprosos, a los que nadie se ha podido acercar. No les pude decir ni una última palabra de tu parte. Nunca pude imaginar tal cosa. Tú dices que vendrán tiempos difíciles porque no hemos conocido el tiempo de tu visitación. Señor, necesitamos tu Espíritu para sentirte en medio de nosotros, para reconocerte en ese anciano que pide un ochavo en el mercado, sin mascarilla porque no le importa la pandemia, del que no sabemos su nombre porque nunca se lo hemos preguntado. Tal vez, Señor, nos visitabas todos los días en él, eras tú y no nos enteramos, porque teníamos prisa y no nos podíamos detener ni un instante.