¿Existe el derecho a la privacidad?

El presente artículo no tiene, por el momento, relación alguna con la actualidad más candente, sino una finalidad discusiva más teórica. En cualquier caso, se trata de un asunto que, de una u otra forma, siempre acaba rondando nuestras cabezas: el asunto de la privacidad.

En principio, las vigentes normativas legales, tanto nacionales como supranacionales, tienen un viso considerablemente estricto en lo que concierne a la protección de datos. Esto no solo se aplica a lo que genera el tráfico en un portal web, sino a cualquier operación, no necesariamente virtual y remota, por parte de una empresa o entidad cualesquiera.

De hecho, el artículo número 18 de la Constitución Española del 78″ se desarrolla de la siguiente manera:

1. Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.

2. El domicilio es inviolable. Ninguna entrada o registro podrá hacerse en él sin consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito.

3. Se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial.

4. La ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos.

No obstante, no es la cuestión de este ensayo divagar sobre articulados jurídicos así como tampoco sobre acciones concretas de determinadas instituciones. Más bien quisiera disertar sobre cómo hay que interpretar este concepto y de qué manera conviene llevar a la práctica una estrategia que procure el respeto del mismo.

Una obviedad intrínseca a otros postulados naturales

Quien conoce algo acerca de mi pensamiento igual sabe de mi escepticismo hacia las largas listas de “derechos”, movidas por un evidente escepticismo hacia el positivismo y el entramado surrealista que implica su desarrollo. Mi concepción a aceptar parte del ordenamiento natural, reconociendo única y exclusivamente la vida, la libertad y la propiedad.

La propiedad viene a ser una especie de “condición sine qua non” para que el individuo goce de su espacio y pueda desarrollarse con un margen de libertad negativa que le permita obrar en esa consecución necesaria del Bien y la Verdad, así como practicar la necesaria entrega al prójimo, dentro de un interés en vivir en sociedad que para nada es una pirueta programática para reivindicar socialismo alguno.

Pero yendo a lo que nos concierne, insistiendo en que “sin propiedad no hay libertad”, pudiendo considerar ambos como “corolarios”, la cuestión es, para recordar, que la propiedad del individuo no se limita a una empresa que haya creado o al domicilio en el que pueda tener una vivienda propia.

Del mismo modo que se puede considerar como tales conceptos la propiedad dineraria (ya sea en metales preciosos, dinero fiduciario o criptodivisas basadas en blockchain), habría que decir lo mismo sobre la información que se pueda interpretar en base a sus actividades (domésticas, financieras, sociales, virtuales, sanitarias, etc.).

La cuestión es que respetar la propiedad privada (que es un derecho natural) no solo consiste en escribir de manera frenética sobre el papel (dicho sea que lo aguanta todo). Tampoco en poner resortes de protección físico-material y en apostar por el derecho a la defensa propia bien entendida (con armas, si es necesario, por supuesto).

No invadir una propiedad no solo es cuestión de no perpetrar un destrozo físicoun considerable daño material. Que algo sea privado también debe implicar que no existe la posibilidad legítima de monitorizarlo directa y plenamente. No tiene derecho una persona a que salgan a la luz (a gran escala expansiva) todos los detalles de su día a día y de sus propiedades.

¿Idealismos irrealizables?

Uno es consciente de que en la vida real, el secretismo absoluto de todo es imposible en tanto que vivimos en sociedad, aparte de que, si la persona supone un peligro considerable para la integridad de los demás así como para el orden público (con independencia de sus facultades mentales), haya que tomar precauciones de seguridad.

También es obvio que a medida que aumenta la digitalización de la sociedad así como, en consecuencia, nuestra actividad en Internet, van a aumentar los volúmenes masivos de datos en general (de ahí que el Big Data sea una tendencia tecnológica con muy buenas perspectivas de futuro, tanto técnico como estrictamente laboral).

Así pues, será cuestión de que los proveedores de servicios digitales informen a los usuarios sobre el tipo de información que puede ser recopilada (para el correcto desarrollo de sus funciones o la mera seguridad del sistema si se diese el caso), y que no se obligue al usuario a suministrar, consciente e inconscientemente, determinados datos innecesarios.

Eso sí, no se trata de elaborar regulaciones a mansalva. Estas han llevado a las empresas a recopilar más información que previamente pudiera ser ignorada, en tanto que han de dejar constancia de lo que recopilan en determinados ficheros. Tienen que dar demasiada cuenta de ello a los Estados, con sus habituales tendencias problemáticas.

Y es que es el estatismo el mayor invasor de nuestra privacidad (partiendo de su principio de monopolio en ejercicio sobre la violencia, con y sin la colaboración propia del crony capitalism), dado que no es el mejor amigo de la propiedad. De hecho, tratar de intervenir, cada vez más, en distintas esferas y ámbitos de la sociedad y del fuero interno individual, le lleva a monitorizarnos en mayor medida.

Por lo tanto, ya concluyendo, consideremos la privacidad como un fundamento obvio y no ajeno al derecho de propiedad, sin el cual no puede haber libertad. Al mismo tiempo, recurriendo a la libertad de elección y a la llamada “democracia económica misiana”, estemos en alerta ante las invasiones que se dan, y valoremos siempre que lo consideremos herramientas y servicios más respetuosos.

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