Reflexiones en voz alta sobre el aborto

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Ahora que está a punto de darse el visto bueno a la implantación de un abortorio en Navarra, pido permiso para compartir algunas reflexiones en voz alta sobre este tema:

La ideología dominante está convencida de que lo único valido es lo “actual”, lo que se ve con los ojos, lo presente, lo inmediatamente útil y de que el uso y abuso de la propia libertad es lo que nos hace auténticos y verdaderos. Nuestra cultura esta montada para distraernos de cualquier pregunta acerca del sentido de la vida, más aun, para evitar cualquier respuesta comprometedora y, sobretodo, para ahogar cualquier atisbo de verdad que supere la vida presente. En consecuencia, como no sabemos quiénes somos, qué hacemos aquí o por qué y para qué existimos, la persona y la vida carecen de verdadero sentido y por lo tanto de valor. Pese a la permanente “sonrisa profident” y a ese envoltorio de “buenismo filantrópico” con el que intentan engatusarnos nuestros políticos, de fondo existe una ideología desengañada, basada en una concepción profundamente desesperanzada y pesimista de la existencia, en un utilitarismo descarnado donde lo bello, lo bueno y lo justo no tienen cabida. En este contexto nihilista, el valor sublime y sagrado de la persona humana desde su concepción hasta su muerte natural resulta incomprensible y el planteárselo una cuestión de mal gusto. La vida humana no es más que el doloroso experimento de una materia que evoluciona ciegamente, una pasión inútil situada entre dos nadas, donde el fuerte termina con el débil, el perfecto elimina al imperfecto, el entorno selecciona al más adaptado y donde solo nos queda proclamar con falsa alegría “¡comamos y bebamos que mañana moriremos!”. Esta última frase resume el punto hacia el que han convergido de forma más o menos consciente muchas ideologías de nuestro tiempo (de un signo y de otro), incluyendo en el “comamos y bebamos” la carne y la sangre de nuestros semejantes. No hay que irse muy lejos en la historia reciente para comprobar que ha sido así, que aun hoy —el asunto que ahora nos ocupa lo demuestra— sigue siendo así. El aborto intencionado es una de las contradicciones más perversas que tiene actualmente nuestra sociedad. Se trata de un genocidio masivo y silencioso, movido por intereses económicos y sobre todo ideológicos que respaldan y potencian esta maquinaria de la muerte.

Los que vivimos en la certeza de que cada existencia humana sin excepción (incluida la tarada) desde el momento de su concepción tiene un sentido último y no es el fruto del cruel devenir de los átomos o de la selección natural, nos hacemos las siguientes reflexiones: ¿Qué derechos humanos se defienden al legitimar el aborto? ¿Es el supuesto derecho a abortar un “derecho humano”? ¿Qué significa “humano”? ¿No es tan humano el hijo aun no nacido como la madre que aun no ha parido? Deténganse un poco: ¿no les parece el enunciado “derecho humano al aborto” un enunciado profundamente contradictorio y perverso? ¿Estamos ciegos o es que no lo queremos ver? No hay ningún “derecho humano” que nos atribuya el derecho a decidir si alguien merece o no vivir, porque nadie está en disposición de juzgar sobre la bondad metafísica de la existencia de una persona y, sobre todo, la bondad de su sentido último.

Las leyes positivas de nuestros gobiernos o de nuestras organizaciones internacionales ni inventan, ni atribuyen, ni restringen los derechos que cada persona tiene por su propia naturaleza durante todas las fases de su vida. Su función es enunciar estos derechos, articularlos y hacerlos respetar, y nada más.

El aborto se trata, por tanto, de una agresión monstruosa al derecho a la vida de cada persona que mediante su aniquilación justo va a hacer blanco en el momento más indefenso de su existencia y, además, ejecutada por aquellos que están por naturaleza llamados a protegerla (su “médico”, sus abuelos, su padre, su madre…). Somos libres de hacer lo que queramos, pero esto no afecta en absoluto el ser de las cosas. Destruir voluntariamente el embrión naciente es matar un ser humano se mire por donde se mire y se haga con el fin que se haga. Proponer desde las instituciones como única salida al problema real de muchas mujeres el crimen eufemísticamente llamado “interrupción voluntaria del embarazo” es malvado y muestra un sesgo ideológico patente, una forma de entender la existencia realmente oscura y desesperanzada, una apuesta directa por la muerte. No se ofrecen e incluso se rechazan o desaconsejan otras alternativas realmente humanas, realmente “progresistas” y abiertas a la esperanza, cuando miles de familias desean tener hijos y no pueden.

El aborto en si mismo es el abismo más profundo y sin sentido de nuestra sociedad decadente. Como signo de los tiempos da una idea de la perversión que alcanzan algunos aspectos de nuestra cultura y, me atrevería a decir, la perversión a la que llegan algunas conciencias, bien sumidas en ese falso “buenismo filantrópico” de corte ilustrado, o bien ávidas de enriquecerse a cualquier precio lo que es aun más horrendo. Los abanderados de este sinsentido son capaces de defender paradojas en otro contexto grotescas, que en el actual se tornan siniestras para cualquier persona sensata: los huevos de un águila en su nido están más protegidos por la ley que el ser humano en el seno de su madre. Del mismo modo, a los jóvenes, como si de muñones de carne se tratara, se les educa por ley de obligado cumplimiento para que vivan la sexualidad como unos minutos de refocile en un frenético y viscoso intercambio de fluidos corporales a modo de varracos verriondos, con la certeza de que “Papa Estado” vela por su “seguridad” (campañas de condones, píldora del día después…) y de que, si algo falla, se encargará de destruir las pruebas al más puro estilo Al Capone aunque estás sean ya vidas humanas.

Objetivamente y no hay discusión posible, para el Estado el que sus huestes forniquen precozmente es un valor superior a la propia vida humana naciente. De hecho, claramente potencia lo primero y desprotege lo segundo. La falsa progresía a la que estamos acostumbrados, fuertemente teñida de ese materialismo reduccionista y perverso del que venimos hablando, es un camino infernal en el que la libertad como concepto mal entendido se vuelve contra el propio ser humano, donde la persona, al menos en la práctica, deja de ser lo que realmente es y pasa a ser un medio que se puede usar o destruir según convenga porque, en último termino, no es más que un individuo de una especie. En pocas palabras: un conglomerado de átomos caprichosamente organizados. No seamos ingenuos —por no decir gilipollas— ya que otros muchos engendros de nuestra cultura que nos causan espanto o hilaridad según el caso, proceden de esta misma gonorrea ideológica, entiéndase por ejemplo las nuevas actitudes violentas entre los jóvenes, la violencia de género, las ideas apocalípticas del crecimiento poblacional y el calentamiento global o la “proclamación de los derechos de los grandes simios”. 

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